sino contigo
y me/te/nos quiero mucho por ello.
A veces pienso que mi indiferencia
no es tan diferente
a la de la gente que no es distinta.
Aunque quizá mi ego no sea tan egoísta
-o eso espero-.
La camiseta me ancla a los cimientos
los zapatos me impiden saber por donde ando
no puedo mear en ningún árbol:
mi humana ruge dentro de tanta desanimalización.
Me cruzo con mi misma especie
y ni siquiera nos olfateamos
porque nuestros caminos se esquivan
siempre separados por líneas continuas.
Veo un lecho hecho de adoquines
y no entiendo cómo nos han tapiado
hasta la más simple intangible
manifestación del estar y ser.
Me dirijo al nido más artificial
que jamás construiría un ave
y si algo siento,
es miedo.
Cada pocos días
o tal vez sean segundos
-el tiempo aquí se mide tanto que se desorienta-
vuelve a pesar,
no sé si sobre mi cuerpo
o desde dentro de mis sienes,
la losa de la ciudad.
El aire casi sin aire
y el calor del verano
multiplicado por cada árbol talado,
más que entrar en los pulmones
los vacía como succionando
dejándome seca y con dolor de cabeza.
Escucho como de lejos
la chirriante orquesta
del llamado primer mundo
y de verdad que no quiero
volverme a sumergir en ella.
Me ocurre que no puedo parar de escribir porque no puedo parar de vivir.
Y de repente la luna
y de repente la guerra
y de repente vosotras
y de repente voy y ¿me enamoro?
Tal vez seamos eso, fuego,
llamas creciendo o bailando
ramas bifurcándose hacia todos lados
raíces cavando buscando alimento
soles combustionando poco a poco
nos podemos apagar, claro,
(o quemarlo todo demasiado)
o caer por nuestro propio peso
o secarnos lentamente
o acabar explotando
(creando no sé cuántos universos)
pero ni las llamas ni las ramas
ni las raíces ni los soles
(ni la vida)
dejan de serlo solo por miedo
a acabarse
(a la muerte).